Abro la puerta de esta barbería, suena música de ambiente, jazz de los años 40.
Es mi primera vez aquí. Me recomendaron el sitio pero algo me dice que, quien lo hizo, se quedó corto en palabras.
El aroma que me invade me transporta a mi niñez, una mezcla de café y fragancias masculinas, de aceites esenciales y amaderados matices despiertan mi curiosidad.
Me siento en el Hoffman que me invita a relajarme mientras saboreo el expresso, recién hecho para mí, y observo cómo el barbero pone una toalla llena de vapor en el rostro de un caballero que disfruta de su momento de tranquilidad. Sólo venía a cortarme el cabello, pero sólo pienso en cómo se sentirá uno tras esa experiencia con el jabón y la navaja barbera sobre mi piel.
Me invitan a escoger el próximo vinilo y Ray Charles es mi favorito, así que no lo dudo al verlo.
Es mi turno así que me invitan a pasar a la sala técnica, un lugar más recogido, en el que hablamos de las necesidades de mi cuero cabelludo. Me aplican lociones y un champú que huele a regaliz, el masaje en la cabeza me alivia la tensión que traía de fuera y ya no puedo pensar en nada malo, quiero disfrutar del aquí y del ahora porque este es mi momento.
Me siento en el sillón del barbero, parece un Cadillac de los años 50′, entre bromas me invitan a deslizar una chapa metálica del brazo derecho y ahí me encuentro unos caramelos, en lo que antes fue utilizado como cenicero. Vuelvo a mi infancia e imagino a mi abuelo sentado en un sillón similar, compartiendo conversación con su barbero y conmigo a su lado comiendo dulces.
El ruido de la máquina, del peine y la tijera, la concentración de la persona que parece estar creando una obra de arte me tiene ensimismado.
Me levanto, doy las gracias, un apretón de manos certifica que estoy más que satisfecho. Pago, no puedo evitar llevarme un champú que me ayude a revivir esta experiencia en casa, dejo propina y me voy.
He encontrado mi sitio. He encontrado mi barbería.